Cristianismo y descivilización de Europa
La aparición de este libro en vísperas de la imposición a las naciones europeas del Tratado por el que se instituye una constitución para Europa es una mera coincidencia, tal vez feliz para el editor, pero que no debe desviar de lo fundamental la atención del lector. Como el propio autor advierte, en el contexto de la descivilización de Europa y el conflicto, de largas consecuencias, entre la religión y la increencia, la polémica sobre la llamada constitución europea en realidad es accidental. Si acaso, ha servido para poner de manifiesto que la elite política del continente es una dirigencia misoneísta y estúpida, « adocenada, todopoderosa y corrupta [que] no está segura de su identidad o carece de ella » ((Véase D. Negro, op. ult. cit., pp. 8. Forma también parte de esa casta europeísta « una parte del clero, incluidos obispos simpatizantes, acobardados, o vacilante por prudencia e imprudencia », p. 130. La contraparte de esta dirigencia es una nueva clase ociosa vinculada al Estado de Bienestar, p. 278.)) , que « sólo cree en el poder y en el poder que da el dinero » ((Véase D. Negro, op. ult. cit., p. 11. Algunas incoaciones en estos arquetipos en D. Negro, « La época estúpida », « El auge de la estupidez », « El consenso se sulfura » y « La muerte del ignorante », en La Razón, 16 de febrero y 25 de mayo de 1999, 8 de febrero de 2000 y 16 de abril de 2002. )) . El tipo de europeísmo predominante, que en realidad es una doctrina ad hoc para conservar el poder socialdemócrata, impulsa hoy una bizarra política constitucional que carece de sujeto constituyente y que pretende ignorarlo todo de la constitución prescriptiva de Europa. La « constitución europea material, sustancial, histórica, existencia y originaria », escribe Negro Pavón, está « conformada en lo esencial por ideas cristianas » ((Véase D. Negro, op. ult. cit., p. 94. )) . El que esto no se reconozca como una evidencia confirma la desorientación intelectual de las gentes en cuyas manos estamos. Así, « casi es lo de menos que se invoque a Dios o al cristianismo », pues « si no va a significar nada, quizá fuera mejor omitir la referencia a lo religioso » ((Véase D. Negro, op. ult. cit., p. 101. Se trata de una polémica « tan ridícula que descalifica a los que mandan en Europa », p. 4.)) . De este modo las iglesias deberían sentirse más libres frente al establishment europeísta, pues « la mención sería gravemente engañosa y tranquilizante al enmascarar la realidad de la situación » ((Véase D. Negro, op. ult. cit., p. 101.)) .
La descivilización ((La noción de descivilización (Decivilization) ha sido manejada recientemente por el economista alemán afincado en Las Vegas Hans-Hermann Hoppe [1949], en su libro Monarquía, democracia y orden natural. Una visión austríaca de la era americana. Madrid, Ediciones Gondo, 2004, espec. cap. 1º. Su esquemático planteamiento no deja de ser útil : según Hoppe, el grado de civilización está determinado por la disminución de la preferencia temporal (id est, propensión al consumo inmediato) de los individuos y los grupos humanos ; la tendencia actual a la disminución de la preferencia temporal, que el economista asocia a la nefasta influencia del Estado providencia, a la destrucción de la familia, a la aceptación de conductas patológicas y desviadas, etc., constituye un indicio de la descivilización de occidente. Hoppe ha sido recientemente víctima de una insidiosa persecución por sostener en sus clases de Economía política que los homosexuales (y los niños) tienen una baja preferencia temporal… )) de Europa es para el autor un proceso constatable en la generalización de la increencia. La cuestión religiosa en Europa, casi insensiblemente, ha pasado de estar dominada por las derivaciones del ateísmo filosófico a estarlo por la increencia o la « irreligión » (Zubiri), « actitud que prospera rápidamente entre las nuevas generaciones manifestándose como insensibilidad ante la religión e indiferencia hacia sus formas y contenidos, que [creciente despojados de estética parecen abstracciones]» ((Véase D. Negro, op. ult. cit., p. 140.)) . Así, trátase de un problema que desborda a las Iglesias y afecta al núcleo mismo de la civilización (o la cultura), pues esta reposa siempre en la apertura del hombre a la transcendencia. En último análisis, la esencia de la civilización es la cultura, que viene de culto, como recuerda Negro Pavón ((Véase D. Negro, op. ult. cit., p. 97.)) . Aunque la religión no sea propiamente cultura, mezclándose con ella le da forma y gracia ((Véase D. Negro, op. ult. cit., p. 190.)) . La irreligión, en parte responsabilidad de una Iglesia que no ha sabido o no ha podido resistirse a la mundanización de sus estructuras, presupone además una inmensa oquedad en el sustrato de lo que Ortega y Gasset llamó las creencias, ideas en las que se está, a diferencia de las ocurrencias, que simplemente se tienen ((« El hueco que han dejado las creencias asentadas en una concepción de la verdad no ha sido ocupado por ideas fértiles, suscitadoras de nuevas creencias, de un estilo » : D. Negro, op. ult. cit., p. 88.)) .
Comoquiera que el cristianismo constituye un ingrediente fundamental de la cultura europea, en el desprestigio de lo religioso, a la orden del día, se denuncia tal vez la deseuropeización de Europa. Mas, ¿quiere ello decir, necesariamente, que la decadencia de Europa está marcada por la declinación del sentimiento religioso, por una suerte de incapacidad para la fe ((« Parece empero como si se hubiese perdido la capacidad para la fe », escribe Negro Pavón citando al cardenal Ratzinger [1927], siendo que la fe « no es una creencia como las demás, puesto que las condiciona todas » : D. Negro, op. ult. cit., p. 142.)) ? El profesor Negro roza así una cuestión medular, tanto histórica como espiritualmente : los límites de la superposición entre lo cristiano y lo europeo. A su juicio, « nunca se ha dado ni se dará una simbiosis perfecta entre Europa, un espacio limitado, y el cristianismo, religión universalista ; ni, por supuesto, entre el mundo entero y esta religión ; ocurrirá, si acaso, en la parousía » ((Véase D. Negro, op. ult. cit., p. 11.)) . Pues el cristianismo constituye una realidad histórica mucho más amplia que Europa. En el capítulo 4º de La fin de la Renaissance quiso también ocuparse del asunto Julien Freund [1921–1993], que partía de la siguiente disyuntiva : ¿ha sido « la grandeza de Europa relativamente independiente de su coincidencia con el cristianismo » o, por el contrario, las suertes de ambos estarían ligadas hasta el punto de que una Iglesia que después del Concilio Vaticano II parece desoccidentalizarse sería responsable de precipitar a Europa en la decadencia ((Véase J. Freund, El fin del Renacimiento. Buenos Aires, Belgrano, 1981, pp. 97 y 83.)) ? Según el sabio lorenés, el cristianismo « jamás se identificó a si mismo con Europa » ((Véase J. Freund, op. ult. cit., p. 91. La evangelización del mundo ha sido una empresa espiritual acometida « no para afirmar su europeísmo, sino su cristianismo », op. ult. cit., p. 92. Así pues, aunque muchos europeos deploren la desoccidentalización de la Iglesia, se trata de un fenómeno consecuente con su espíritu universalista. En este sentido, Negro Pavón reconoce que tras el Concilio Vaticano II el cristianismo salió de la crisálida europea : op. ult. cit., p. 135.)) ; si bien es un « componente indeleble del hecho europeo », debería rechazarse, por confusa, la opinión que los identifica sin más, pues « el cristianismo fue europeo a su propia manera » ((Véase J. Freund, op. ult. cit., pp. 96 y 97.)) . Ahora bien, « los europeos empeñados en salvar su civilización y su espíritu aciertan al criticar al neocristianismo salvaje que abandona la rigidez de las estructuras eclesiásticas […], pero tal visión supone una concepción europea del cristianismo, y no una aprehensión el cristianismo en general » ((Véase J. Freund, op. ult. cit., pp. 99–100.)) .
Secularismo, fe cristiana y situación de la Iglesia docente
Frente a la secularización, el secularismo sería propiamente la « utilización contra la religión de origen teológico » ((Véase D. Negro, op. ult. cit., p. 181.)) , última consecuencia del racionalismo moderno que ha « desencantado » el mundo. Mas, en contra de una opinión muy extendida, Negro Pavón apunta que la crisis de Europa que trae su causa en ese proceso no ha sido responsabilidad directa de la Ilustración. A su juicio es un error atribuir al espíritu de las luces el revanchismo contra la tradición europea, pues « la Ilustración puede no haber sido inocente, pero nunca tuvo intenciones destructivas ni fue pesimista » ((Véase D. Negro, op. ult. cit., p. 47.)) ; acaso « la crítica ilustrada de las supersticiones se [ha confundido] con el desencantamiento » ((Véase D. Negro, op. ult. cit., p. 32.)) . La suposición de que el declive del cristianismo es consecuencia de la Ilustración no es más que un « dogma transformado en creencia difusa » ((Véase D. Negro, op. ult. cit., p. 32.)) . Muchos ilustrados eran críticos del cristianismo pero no por ello fueron anticristianos. En realidad, la raíz del mal europeo es el romanticismo, movimiento espiritual que marca efectivamente el declive de la fe, no sólo del cristianismo como religión eclesiástica. « En la atmósfera de êthos romántico del descontento universal empezó a desvanecerse la vieja ética que enseña a estar en el mundo » ((Véase D. Negro, op. ult. cit., p. 39.)) . Ese êthos desplazó al tradicional, basado en la religión. A disgusto con el mundo, en el que el yo subjetivista únicamente encuentra motivos para un activismo vacío ((Es el ocasionalismo romántico contra el que siempre se enfrentó Carl Schmitt. Véase C. Schmitt, Romantisme politique. París, Valois, 1928. )) , el romántico se refugia en el pasado. En su huida del mundo no sólo « desontologizó la realidad, [sino que] dio pábulo a nuevos mitos, como el de la violencia revolucionaria y la destrucción creadora, y puso como la más alta instancia al yo particular, como secuela de la ideología de la emancipación » ((Véase D. Negro, op. ult. cit., p. 45.)) .
El espíritu romántico es responsable directo de la difusión del nihilismo y el nacionalismo, filosofías, así mismo, radicalmente incompatibles con el cristianismo. El nihilismo arrancó de la negación romántica de Dios y su obra, pero a medida que crecía la nueva inseguridad derivada del solipsismo radical nihilista ((Véase D. Negro, op. ult. cit., p. 71.)) , lo que inicialmente podía considerarse una actitud pesimista y restringida a ciertos ambientes, pues no había sitio en la Europa cristiana para una ética destructiva, se convirtió en la « vida concreta de los pueblos europeos » ((Véase D. Negro, op. ult. cit., p. 49.)) , en la « morada de occidente ». El nihilismo es la apoteosis de la cantidad, representada por los valores ; ante la pujanza de todo ello –«éticas de la tristeza, deontologías y cosas por el estilo » ((Véase D. Negro, op. ult. cit., p. 112.)) –, el nomos, lo cualitativo, apenas si tiene lugar. El envite nihilista al cristianismo ha hecho pensar a una parte no despreciable de los creyentes que puede llegarse a un compromiso bajo la forma de una suerte de « religiosidad democrática coactiva » ((Véase D. Negro, op. ult. cit., pp. 193–94.)) , como si la fe cristiana, transformada en un humanismo ((Véase D. Negro, op. ult. cit., p. 143.)) , se nutriera también de los valores contemporáneos. Pero « ni Cristo ni el cristianismo significan lo mismo como norma que como valor » ((Véase D. Negro, op. ult. cit., p. 50.)) .
Si el nihilismo se ha erigido en el gran rival espiritual del cristianismo, cuya fe ha aspirado a laminar presentándose como una « forma radical de gnosticismo que se opone a lo que supera la nada, a la Creación » ((Véase D. Negro, op. ult. cit., p. 52.)) , puede decirse también que, desde el punto de vista de la misión apostólica universal (católica) de la Iglesia, el nacionalismo ha operado como el gran enemigo particularista de esta última. « El nacionalismo es moral y políticamente el mayor enemigo del cristianismo, en tanto enfrenta directamente y sin alternativas el particularismo comunitarista más radical al universalismo » ((Véase D. Negro, op. ult. cit., p. 83.)) . La historiografía nacionalista no sólo ha destruido la idea de una tradición común de Europa, sino que ha hecho de la nación una persona moral que « sustituye a la Iglesia en su relación con la Estatalidad » ((Véase D. Negro, ««Bosquejo de una historia de las formas del Estado », loc. cit., p. 289.)) . En este sentido, fue el Estado la instancia que hizo del nacionalismo una suerte de religión civil, transfiriendo a la nación los sentimientos de reverencia religiosa antes ordenados a la Iglesia. Alterar este estado de cosas no depende ya únicamente de la Iglesia, en casos particulares extrañamente comprometida con el nacionalismo, sino que pasa también por la recuperación historiográfica de la Edad media como origen de Europa ((Véase D. Negro, Lo que Europa debe al cristianismo, p. 109.)) , unida precisamente bajo el orden envolvente de la Cristiandad.
El nacionalismo, forma agresiva de « antitradicionalismo », ha llegado incluso a presentarse, aliado como el nihilismo pasivo, como una forma de pacifismo estabilizador de las relaciones internacionales. Solamente los Grandes espacios, recuerda Negro Pavón, parecen querer hoy resistirse a esta doctrina aparentemente antimaquiavelista ((Véase D. Negro, op. ult. cit., p. 93.)) . En realidad, el asunto de un pacifismo que se pretende hacer compatible con el nacionalismo (doctrina polemógena por excelencia) le sirve al autor para ilustrar la pérdida de autoridad de la Iglesia docente por la tosca influencia secularista ((Véase D. Negro, op. ult. cit., pp. 15–24.)) . El cuestionamiento de la autoridad de la Iglesia –particularmente grave en una situación en la que parece haberse desmoronado el más elemental principio de las jerarquías– se debe a la impregnación estatista y a la ideologización del modo de pensar eclesiástico, a la exclusión de la dimensión pública de la religión ((El êthos, alma de las culturas, reposa sobre la religión, « de ahí el inevitable carácter público » de esta. O, tal vez, más que público común, pues lo común es lo universal y lo público lo propio de cada Estado. Véanse D. Negro, op. ult. cit., p. 190 y Á. d’Ors, Bien común y enemigo público. Madrid, Marcial Pons, 2002, p. 19. )) y a la desorientación de la clerecía. Echa en falta Negro Pavón, frente al nihilismo convertido en doctrina del Estado, el contrapeso de las iglesias, « que callan demasiado » ((Véase D. Negro, op. ult. cit., p. 24.)) . Un claro ejemplo de la sugestión ideológico-estatal que padece la Iglesia docente es el concepto de subsidiariedad, que a juicio del profesor madrileño « elude la cuestión esencial : la existencia, naturaleza y justificación en su caso del Estado ». En efecto, ¿acaso no opera la subsidiariedad, encumbrada como principio político constitucional de la Unión Europea ((La Unión Europea, « máquina de aceleración hacia la muerte », según el ironista político Günter Maschke [1943], no es sino un Estado cuya doctrina, el « europeísmo », no puede ser más contraria a los intereses de Europa. Véase G. Maschke, « La unificación de Europa y la teoría del Gran espacio », en Carl Schmitt Studien, nº 1, 2000, pp. 75–85. )) , como un instrumento de la ratio status ? ((Véase D. Negro, op. ult. cit., p. 20–21. Naturalmente, también se refiere el autor al arquetipo de clérigo propiciado por la confusión –hasta cierto punto inevitable– del Concilio Vaticano II. Este personaje, en bizarra sintonía con las ideologías seculares ha participado en el espíritu descivilizador (p. 18). No resulta por ello extraño que abunden las referencias al cristianismo como ideología, lo que explica « el curioso catolicismo comunista, el cristianismo socialista o para el socialismo o la teología progresista y el cristianismo progresista en sus profusas variantes ». « Confundiendo el principal deber de su vocación, que consiste en guiar las almas hacia Dios, no hacia la tierra, [desorientan] así a los laicos » (p. 19).))
El problema del Estado y sus relaciones con la Iglesia constituye una temática recurrente en este libro, pues no en vano la historia de Europa, que ha sido tradicionalmente historia de la Iglesia, se ha transformado progresivamente desde el Renacimiento en historia del Estado ((Por cierto que, en otro lugar, Negro Pavón a llegado a sugerir que el archidiscutido « fin de la historia » bien podría tratarse del «[fin] de la historia de Europa como historia del Estado ». Véase D. Negro, La tradición liberal y el Estado, p. 15. )) . La Iglesia ha sido el referente histórico del Estado, pues como forma particularista se ha configurando envidiando siempre la proyección universal de aquella. Mas hace tiempo, según acabamos de indicar, que los patrones se han invertido, contaminándose la ratio ecclesiae (ordinalista) por la ratio status (mecanicista). Prueba de ello es la burocratización de la Iglesia ((Véase D. Negro, Lo que Europa debe al cristianismo, p. 199.)) . En el estatismo, mal eclesiástico hodierno, no sólo se denuncia la dimensión institucional de la secularización, sino la debilidad política de la Iglesia, que por estar en el mundo se presenta inexorablemente configurada como una forma política ((La denominación oficial « Stato della Città del Vaticano », determinada por la presión del inexorable proceso de estatificación de Europa –desde la Baja Edad media hasta el siglo XX–, resulta engañosa. Parece preferible y más correcto historiográficamente « Papado ».)) . Influencia « unilateralmente » por el pensamiento estatal, la Iglesia, que parece renunciar a enfrentarse con los poderes civiles, acusa en sus clérigos el lógico sentimiento de inferioridad ((Véase D. Negro, op. ult. cit., pp. 18 y 23–24.)) . Aún así, « aunque decadente, [la Iglesia] sigue siendo el gran rival del Estado Minotauro » ((Véase D. Negro, op. ult. cit., p. 81. Las características de esta manifestación del Estado total cuantitativo (Carl Schmitt), que el autor denomina en ocasiones « Estado socialdemócrata », incluso « Estado constitucional fiscal de partidos », son examinadas en pp. 63–65. El autor considera mucho más útil que « Estado total » la fórmula « Estado Minotauro », acuñada por Bertrand de Jouvenel [1903–1987]. Así mismo : D. Negro, «¿Qué Europa ? ¿Qué España ? », loc. cit., p. 350.)) .